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miércoles, 7 de marzo de 2012

Utopía


          Era un día lluvioso, como tantos otros. Parece que la soledad se agudiza cuando caen chuzos de punta y se dibuja el brillo singular de esas luces rojas que motocicletas y coches trazan a su paso, como un reguero fosforescente. A primera hora de la tarde, neón, vehículos y escaparates matizan el gris húmedo y frío del invierno que se cierne sobre el suelo y las cabezas de Madrid.

Ésa fue la primera visión que empapó mi retina mientras abría el paraguas bajo el marco del portal. Tenía que salir, pese al mal tiempo. La terapia generaba un cúmulo de sentimientos encontrados en mi alocada cabecita: los martes comía cualquier cosa en el trabajo para salir pitando. ¿Una falta de respeto a la gastronomía? Sin dudas, pero siempre me aporta más media hora de siesta que un plato elaborado. Llegar estresado a la consulta del psicólogo no era, desde luego, plato de buen gusto, aun careciendo de alternativas. Mario, al que conocí como “doctor Roldán” hace poco más de un año, siempre dedicaba los primeros minutos a calmarme. Era un hombre corpulento, cercano a los cuarenta, atractivo, tremendamente viril. La primera vez  que ocupé el sillón estampado en rosa que se erigía al otro lado de la mesa, hubo un elemento capaz de fijar mi atención: la franqueza de su mirada, casi franciscana, llena de paz. Una paz interior que sabía trasladar a sus pacientes como por arte de magia, y que ahora, en estos primeros instantes de la terapia, volvía a descargar sobre mí.

“¿Entonces cómo ha ido tu semana, Luisa?”, preguntó serenamente mientras colocaba su mano derecha sobre el portátil para tomar algunas notas. Sin novedad: el torrente de sensaciones angustiosas e ideas obsesivas contrastaba, igual que siempre, con la apatía laboral, con la monotonía imperante en mi vida. Un quiero y no puedo continuo, letánico. La necesidad de escapar sin rumbo de una jaula al aire libre, de un proyecto de vida predestinado, diseñado por decenas de voluntades donde la mía, si alguna vez fue, se limitaba a asumirlas perrunamente.

Todo ello se derrumbó el pasado verano, cuando sin mediar causa aparente el sudor brotó a mares, la respiración se entrecortó, el corazón se aceleró y fue imposible conciliar el sueño. Fue como el motor de un Rolls: de 0 a 100 en un santiamén. Todo ese malestar que arrastraba fructificó en un ataque de pánico que, al menos, supuso el punto de partida para esta nueva etapa. Entonces no era capaz de verlo: hoy sí.

Mario, el doctor Roldán, rompió el tabú, qué remedio. Las técnicas surtían efecto, lentamente; la paz empezó a envolverme y, por primera vez, ahora empiezo a sentir que soy yo, sólo yo, quien lleva las riendas de mi propia vida. Sé que tardaré en llegar, pero ahora sé hacia dónde voy: y ese punto de destino, al que le dedico mi sonrisa más franca, se llama felicidad. ¿Utopía? Puede. Pero si hay algo que he aprendido en estos meses de terapia es que la creatividad, la flexibilidad y el valor para alterar patrones establecidos constituyen la vía óptima para alcanzarla. Creer en ella es creer en mí, y eso me da fuerzas para caminar, para luchar, para cambiar... y para seguir disfrutando de un camino precioso y lleno de luz que, hasta hace poco tiempo, transitaba a oscuras.



                                                                                                                          Carolus Rex  






                                                                                                                                           

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