Era un día
lluvioso, como tantos otros. Parece que la soledad se agudiza cuando caen
chuzos de punta y se dibuja el brillo singular de esas luces rojas que
motocicletas y coches trazan a su paso, como un reguero fosforescente. A
primera hora de la tarde, neón, vehículos y escaparates matizan el gris húmedo
y frío del invierno que se cierne sobre el suelo y las cabezas de Madrid.
Ésa fue la primera visión que empapó mi
retina mientras abría el paraguas bajo el marco del portal. Tenía que salir,
pese al mal tiempo. La terapia generaba un cúmulo de sentimientos encontrados
en mi alocada cabecita: los martes comía cualquier cosa en el trabajo para
salir pitando. ¿Una falta de respeto a la gastronomía? Sin dudas, pero siempre
me aporta más media hora de siesta que un plato elaborado. Llegar estresado a
la consulta del psicólogo no era, desde luego, plato de buen gusto, aun
careciendo de alternativas. Mario, al que conocí como “doctor Roldán” hace poco
más de un año, siempre dedicaba los primeros minutos a calmarme. Era un hombre
corpulento, cercano a los cuarenta, atractivo, tremendamente viril. La primera
vez que ocupé el sillón estampado en
rosa que se erigía al otro lado de la mesa, hubo un elemento capaz de fijar mi
atención: la franqueza de su mirada, casi franciscana, llena de paz. Una paz
interior que sabía trasladar a sus pacientes como por arte de magia, y que
ahora, en estos primeros instantes de la terapia, volvía a descargar sobre mí.
“¿Entonces cómo ha
ido tu semana, Luisa?”, preguntó serenamente mientras colocaba su mano derecha
sobre el portátil para tomar algunas notas. Sin novedad: el torrente de
sensaciones angustiosas e ideas obsesivas contrastaba, igual que siempre, con
la apatía laboral, con la monotonía imperante en mi vida. Un quiero y no puedo
continuo, letánico. La necesidad de escapar sin rumbo de una jaula al aire
libre, de un proyecto de vida predestinado, diseñado por decenas de voluntades
donde la mía, si alguna vez fue, se limitaba a asumirlas perrunamente.
Todo ello se derrumbó
el pasado verano, cuando sin mediar causa aparente el sudor brotó a mares, la
respiración se entrecortó, el corazón se aceleró y fue imposible conciliar el
sueño. Fue como el motor de un Rolls: de 0 a 100 en un santiamén. Todo ese malestar que
arrastraba fructificó en un ataque de pánico que, al menos, supuso el punto de
partida para esta nueva etapa. Entonces no era capaz de verlo: hoy sí.
Carolus Rex
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