Érase
una vez un hombre amable que quiso cultivar un jardín. Sus puertas siempre
estarían abiertas a todo el mundo. Se esmeró y puso mucho cariño en sembrar la
tierra, regarlo diariamente, buscar las más hermosas flores para adornarlo,...
Sentía que así debía hacerlo. Hizo de aquel jardín un lugar amable y tranquilo,
como él. La gente empezó a visitarlo pero algunas personas no eran cuidadosas
como él lo había sido: a veces caminaban sobre la hierba o tiraban algún
desperdicio. Esto molestaba al hombre y le hacía sentirse mal, pero nunca decía
nada. Creía que el resto de personas debían profesar el mismo amor y respeto
por el jardín que él mismo sentía. Algunos amigos le animaron a poner señales e
indicaciones sobre las normas que debían cumplir aquellas personas que lo
visitaran. Al hombre no le gustaba la idea, le parecía que los carteles podrían
afear aquel espacio y entonces pocos querrían acercarse. Empezó a cavar
pequeños hoyos en la tierra para enterrar los desperdicios que la gente
arrojaba y que afeaban su jardín. Los depositaba allí y los cubría con tierra.
Al principio fueron unos pocos, pero con el tiempo llegaron a ser muy
numerosos. Al mismo tiempo, otras personas veían como otros arrojaban
desperdicios o pisaban las flores y se creían en disposición de tratar el
jardín de la misma forma irrespetuosa. Aunque el jardín en la superficie seguía
siendo hermoso, pues el hombre invertía mucho cariño y dedicación, con el
tiempo se fue marchitando. El subsuelo se fue empobreciendo por tantos y tantos
desperdicios que habían quedado allí depositados. De forma parecida, el hombre
también llegó a sentir que se había acumulado mucha ira y frustración en su
interior y con el tiempo fue dejando de ocuparse del jardín pues ya no le
reportaba ninguna gratificación. Estuvo mucho tiempo sin visitarlo y un día
quiso volver. Estaba contemplando el lugar desolado en el que se había
convertido y la ira y la frustración que habían quedado acumuladas durante
tanto tiempo dieron paso a una gran desolación. Había un niño jugando a
arrancar algunas de las pocas flores que quedaban aun lozanas. El hombre, que
no se permitía llorar nunca en presencia de otros, no pudo retener por más
tiempo las lágrimas. El niño se acercó a él movido al principio por la
curiosidad y luego por un sentimiento de empatía, pues verlo así le había
conmovido. Algunas lágrimas resbalaron por las mejillas del hombre y se
depositaron en el suelo sobre la hierba seca y deslucida. Contrariamente a lo
que habría cabido esperar, ya que las lágrimas son saladas, una pequeña planta
empezó a brotar sobre el mismo lugar donde se habían derramado. El niño trató
de consolarle y quiso saber por qué se sentía así. El hombre le contó todo
entre sollozos:como había empezado a darle forma al jardín, el cariño con el que
lo había cuidado, lo hermoso que llegó a ser tiempo atrás y el maltrato al que
lo habían sometido muchos de sus visitantes. Aunque el niño no entendió bien
todo lo que le contaba, si que sintió que aquel lugar y las cosas que allí
crecían eran muy importantes para el hombre y quiso enmendar su error
ayudándole a plantar algunas flores y plantas nuevas. Esto renovó la esperanza
en el hombre y le infundió ánimos para remover la tierra y volver a replantar
todo el jardín. Cuando reabrió sus puertas volvía ser el lugar hermoso y amable
que había sido pero había numerosos letreros con indicaciones y prohibiciones,
algunas zonas se habían acotado y sólo se permitía transitar por determinados
lugares e incluso se limitaba el acceso a las personas que, habiendo sido
advertidas, volvían a tratar el jardín de forma irrespetuosa. De esta forma el
lugar permaneció cuidado y hermoso y el hombre ya no tuvo motivos para sentirse
mal nunca más en su jardín.
Jorge A. Calzado